Eramos como niños. Costaba diferenciar la edad real de la que dice tener el alma, la misma que viste y calza, como dirían nuestros abuelos en tiempos del guayaquil del gran cacao. Las bromas saltaban de mesa en mesa en forma de grito pelado cual pregón de vendedor ambulante en el Guayaquil de mis amores que nos pega en el alma.
Un whiskie afloraba sobre una mesa con el golpe macizo de quien quiere exigir respeto de un miércoles 5 de la tarde. Pero no era un miércoles cualquiera, ese empezaba a dar sentido al famoso comercial de Lotería que reza que es “el mejor día de la semana”. Igual de afortunados nos sentimos sin haber comprado el guachito pero sí la entrada. un Ñañón enorme, gigante, mucho más allá de su metro noventa y pico, movía los recuerdos con la fuerza de un sismo, con la potencia de un huracán, y prometía seguirnos cantando…cuando pase el temblor. Un Ñañón que no cantaba solo para nosotros, porque pasados los años no se cansa de enamorar a su eterna musa que sigue tatuando las paredes de su habitación con afiche imaginarios, rescatados de las páginas centrales de las revistas que no se imprimen.
Ya las luces y el sonido estaba pegándonos en el alma, ya el oído nos engañaba y vestía de estreno canciones que cantábamos como la primera vez en ese concierto de hace uf. Era fácil volver al pasado en esa caja cerrada del Centro de Arte, esa que nos hacía rehenes voluntarios de nuestros años mozos, como dirían nuestros padres. Vintage…como dirían nuestros hijos. Ahí donde estábamos todos sin posibilidad de fuga, ahí estaba yo. Disfrutando la felicidad de mi esposa y de todos quienes compraron boleto al ayer con ese bendito ticket numerado por mesa. Allí estaban varios que aún se llaman por apellido para recordarse que el colegio fue el mejor lugar del mundo, Vallejo, Andrade…Josimar para los amigos, el más famosillo de todos después de Ñañón…y de Quino…que es otra historia, más cercana a la mía. De ese Quino que dejó desgastar su nombre entre gritos de apoyo. Ese Quino que nos hizo peligrar volver a casa porque de pronto ya nadie quería irse. Entre esto y lo otro, recorrí la sala con el cuento de grabar videos y fui testigo silente de que la amistad aunque pasen los años se sigue juntando por la música, esa que se bendición de Dios, que marcó un tiempo, un antes y después de nuestras vidas, que hacia esa noche ya no cantáramos para adentro, sino con el pecho inflado de letras aprendidas con la memoria del corazón. Eso que me levó a susurrar: pasado, hey pienso en tí cada vez que puedo recordar…
En fin, esa tarde de amigos se hizo noche para evidenciar que solo hacía falta un pretexto para que el atardecer se salga con la suya. Y nos pusiera una vez más estirando aplausos. Ya Social Band nos ayudó un poco más pero nos perdonó la vida y pese al pedido, no nos cantaron Otra, otra, otra!
Luego tras la emoción del final infinito del concierto, alargar las despedidas fue el recurso más simple para sacarle tiempo al tiempo entre gente querida. Al final me quedó la sensación de que la tarima se extendía hasta las puertas y que todos fuimos parte del show.
Sí señor!
Gracias de verdad, Quino y Ñañón, hay toda una familia que lo dice de corazón.
Eduardo Contreras